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La imágen plástica
Por Macarena Cordiviola
Publicado en la revista Apofántica nº3
Mayo 2005, Mar del Plata |
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El cine alemán de comienzos del siglo XX no habría adquirido la potencialidad que lo caracteriza sin el estímulo de la pintura expresionista. Esta manifestación artística tuvo una existencia muy fugaz (desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta los años veinte), pero no por ello menos representativa en varios países de Europa y en los Estados Unidos.
Jaime Rest, en Conceptos de Literatura Moderna, relaciona al expresionismo con el incipiente surgimiento de la psicología debido a su intención de plasmar las deformaciones del exterior a partir de estados anímicos y conflictos íntimos. Este fenómeno se refleja también en la pintura. Sus antecesores, Goya y Van Gogh materializan lo dramático a través de una articulación pura de forma y color. Edvard Munch, con sus rostros y gestos amorfos, distorsionados, perdidos, padecientes y aullantes, suspende las coordenadas temporo-espaciales develando esa sutil membrana en la que dialogan la vigilia y el sueño. Visiones interiores y verdades liberadas de la falsa realidad exterior, cuestiones fundamentales a ser instrumentalizadas por el arte y convertidas rápidamente en blancos fáciles de atacar.
Dos vertientes de la narrativa cinematográfica
El cine de comienzos del siglo XX tuvo un vertiginoso devenir. De la puesta teatral y onírica de Méliès y del naturalismo de los Lumière a la narrativa cinematográfica con movimientos de cámara y el implemento del montaje. El Modelo de Representación Institucional se consolidó con los films El Nacimiento de una Nación (1915) e Intolerancia (1916) de D. W. Griffith. En Intolerancia, suceden cuatro historias en diferentes siglos. El tratamiento de estas historias revela una posibilidad hasta entonces inédita: el montaje paralelo y convergente. El tiempo como medida del movimiento (espiral abierta) y como intervalo (presente vertiginoso), extremos que dilatados abren el espectro de la leyenda y contraídos focalizan una metáfora del universo en pugna. Tanto Griffith como el expresionismo privilegian la composición del cuadro. El cuadro, geométrico o físico, tiene relación con las partes del sistema que el director separa y reúne a la vez. En Intolerancia, hay una imagen asombrosa en la que Griffith divide la pantalla siguiendo la vertical del muro que rodea Babilonia. Por la derecha, muestra al rey avanzando sobre una horizontal superior y, por la izquierda, los carros entran y salen de la ciudad sobre la horizontal inferior. Hay una diferencia notoria entre lograr efectos mediante el montaje o in situ, como lo hace el arte expresionista a través de los trucos de cámara y de iluminación. En el cine alemán, la luz divide el plano y establece la matriz de montaje. Según Deleuze, el expresionismo rompe con el principio de composición orgánica instaurado por Griffith. El principio del expresionismo es la vida no orgánica, oscura y cenagosa de las cosas, que ignora los límites del organismo. De este modo, las sustancias naturales y los productos artificiales, la turbina y el sol, las personas y los espectros, los seres y sus sombras ya no se diferencian. Griffith ve las enfermedades, la codicia, la perversión. El expresionismo no ve, tiene visiones; sólo existe la imagen interior de esa realidad deformada. Cuando lo objetivo se transforma en subjetivo y tiñe la superficie existencial de valores y signos trascendentes, sin duda, las costas del pensamiento idealista asoman. El expresionismo atrapa la esencia del hombre, excede lo formal gracias a un permanente pacto con el más allá, sea sugestivo o sobrenatural como en Las Manos de Orlac de Robert Wiene (1924) y en Fausto de Friedrich Murnau (1926) respectivamente.
Cristalización intensiva de la forma
La estética expresionista en el cine se nutre de ciertos conceptos. La forma es luz o sombra. La utilización de sobreimpresiones, los flou, las distorsiones y el claro-oscuro hacen de cada fotograma una obra plástica. Los personajes se cristalizan en retratos de gestos que delatan, estremecen, cautivan y atrapan cualquier mirada ingenua. Estamos ante la creación de una óptica donde el hambre visual transforma en carnívoro el placer de la mirada.
Voy a detenerme en el análisis de Las Manos de Orlac (1924). Wiene toma la iluminación plana típica de Goya; esto quiere decir, fondos enterrados en negro, iluminación mínima y puntual, altos contrastes. Los personajes de Las Manos de Orlac están suspendidos en una materia abismal de la que emergen dotados de vitalidad salvaje, parecen arañar la pantalla. Los ojos sustituyen cualquier discurso, son desgarradores, suplicantes, preñados de tormento y amenazas. Las bocas no tienen más que abrirse para expresar fatalidad y así denunciar su parentesco con una de las obras más famosas de Munch. Las manos injertadas en Orlac, las manos muertas, tienen vida independiente, controlan la voluntad del protagonista, lo acusan de acciones que no llegaron a ser. La magia del óvalo incompleto (contornos abiertos que el observador no puede completar sino intuir) hace del devenir de la historia un permanente mutatis mutandis y constituye otra singularidad de este cineasta. Diversos puntos de inflexión conforman una parábola que opera de diégesis, base de la estructura del modelo de representación institucional.
Wiene, embebido de una cosmovisión gestáltica, utiliza sus leyes para enriquecer los encuadres. Cada plano está delineado para potenciar la escena. Lo extensivo se subordina a la intensidad. La luz quema el cuadro, se precipita hacia el abismo, abre el camino de la oscuridad. El fuera de foco y los contornos borrosos son usados para transmitir una atmósfera onírica donde realidad e irrealidad no se confunden, sino se fusionan.
Robert Wiene, expresionista romántico y formal, materializa el dramatismo del film en la implementación del doble, tópico paradigmático que conjuga el concepto arcaico del alma como dualidad: persona y sombra. Es memorable la escena en que Orlac (Conradt Veidt) encuentra el estilete del asesino clavado en la puerta de la sala del piano. Orlac proclama en trance: “Siento como se apoderan de mi cuerpo, de mis espaldas, de mi cerebro, fría y siniestramente…Malditas manos”. Acto seguido, el protagonista recrea el crimen realizado por Vasseur. La sala desparece en la oscuridad; en medio de la nada, Orlac clava el estilete en un magma blanco que vela la forma: solo se perciben movimientos y gestos monstruosos.
Otto Rank ubica en el hombre moderno el motivo del doble, operación dialéctica que asegura la inmortalidad mientras anuncia amenazadoramente la muerte. El doble remite al autómata, al zombie: esa imagen siniestra y fantasmagórica de la naturaleza que, al mismo tiempo, atrae y repele. Orlac está poseído por su representación de un mundo en primitiva pureza, no por el espíritu de unas manos asesinas. “Sólo en un cuerpo sano hay una alma sana… ¿Volverán a tocar?”, se pregunta el pianista antes de saber a quien pertenecían sus nuevas manos. Lo sugestiona la idea de que ya no sean talentosas y se entrega a la maldición íntima que lo deforma. Luego, el hechizo se rompe y logra separarse de las tinieblas: “Si Vasseur no fue el asesino, mis manos también son inocentes”.
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